Un matrimonio divertido

La noche había comenzado como tantas otras: con música suave de fondo, una mesa llena de botanas, botellas de vino abiertas y el bullicio cómodo de las conversaciones entre amigos. El apartamento de Clara era amplio, moderno, con luces tenues que creaban una atmósfera perfecta para relajarse. Todos reían, recordaban anécdotas, brindaban por cualquier excusa.

Pero él no podía concentrarse; estaba sentado en un sofá, copa en mano, pretendiendo seguir la conversación del grupo, pero su atención estaba enfocada en ella: en su mujer, en la forma en que cruzaba las piernas con naturalidad, en el escote sutil de su vestido negro que resaltaba la curva exacta de sus senos. Ese vestido lo volvía loco. Cada vez que ella se inclinaba hacia adelante para tomar su copa o reír con alguien, él sentía que algo dentro de él ardía un poco más.

Ella lo sabía; jugaba con él desde que habían llegado. Desde ese pequeño roce en la pierna cuando se sentó, hasta la mirada que le lanzó al otro lado de la habitación mientras se mordía el labio inferior. Era una danza silenciosa, sensual, hecha de complicidad.

Excusas de una pasión

Él se levantó con la excusa de ir por otra copa. Ella lo siguió con la mirada, lenta, sabiendo que estaba completamente bajo su control. Al regresar, se detuvo tras ella, agachándose para hablarle al oído, como si fuera un simple comentario.

—No puedo esperar más —susurró, su voz grave, cargada de deseo.

Ella se estremeció. Con calma, sin mirar a los lados, deslizó su mano hacia atrás, acariciando suavemente la tensión evidente bajo su pantalón.

—¿Y quién te pidió que esperaras? —murmuró con una sonrisa maliciosa.

El mundo alrededor desapareció. Entre risas, tragos y conversaciones que se cruzaban, ellos solo se veían el uno al otro. Nadie notó cuando se escabulleron por el pasillo, directo al baño de visitas.

Un plan perfecto

Cerraron la puerta sin hacer ruido. En cuanto el pestillo hizo clic, él la tomó por la cintura, la empujó contra la pared y le alzó el vestido sin contemplaciones.

—¿Sin ropa interior? —preguntó con una mezcla de sorpresa y excitación.

—Te dije que estaba pensando en esto —contestó con voz ronca.

Él se agachó un segundo, besando el interior de sus muslos, oliendo su deseo antes de levantarse y girarla con decisión. Ahora ella estaba frente al espejo, las manos apoyadas en el lavamanos, la espalda arqueada.

Él bajó apenas el pantalón, liberando su erección. Se rozaron un segundo, el glande deslizándose entre sus pliegues húmedos, hasta que ella empujó su cadera hacia atrás, exigiéndolo.

La penetración fue directa, intensa. Un gemido ahogado escapó de sus labios al sentirlo llenarla de golpe. El sonido de la piel contra la piel empezó a mezclarse con sus respiraciones agitadas, con el jadeo contenido de ella y el gruñido bajo de él.

—Más… —susurró ella, apoyando una mano en el espejo empañado.

Él obedeció. La sujetó de las caderas con fuerza, embistiéndola con ritmo firme, profundo, cada vez más rápido. Ella se mordía el labio para no gritar, con las piernas temblando por la intensidad de las embestidas.

La imagen reflejada en el espejo era pura lujuria: su cuerpo desnudo desde la cintura hacia abajo, la forma en que él la sujetaba, la forma en que se estremecía con cada movimiento.

—Te encanta que te lo haga así, ¿no? —le dijo él al oído, sin detenerse.

—Sí… así… no pares… —gimió entrecortada.

Los segundos se convirtieron en minutos de un frenesí contenido. Sus cuerpos se movían al compás de un deseo largamente alimentado. El riesgo de ser descubiertos, de que alguien golpeara la puerta, solo los excitaba más.

Ella comenzó a temblar, apretando sus paredes internas alrededor de él. Su orgasmo llegó como una ola, húmeda, profunda, explosiva.

—Dios… —jadeó ella.

Él no aguantó mucho más. La tomó por el cabello, inclinando su cabeza hacia un lado, y murmuró con voz ronca:

—Voy a venirme…

—Hazlo dentro… Quiero sentirlo todo… —respondió ella sin dudar.

Y así lo hizo. Se dejó ir con un gruñido grave, derramándose en su interior, sintiendo cómo sus cuerpos temblaban al unísono. La intensidad del clímax lo dejó unos segundos sin aire.

Se quedaron así, pegados, respirando agitados, escuchando solo sus corazones desbocados y la música a lo lejos.

Pasados unos minutos, comenzaron a arreglarse en silencio. Ella alisó su vestido, él subió el cierre del pantalón, ambos se miraron en el espejo con sonrisas traviesas.

Cuando salieron del baño, nadie notó nada. Volvieron al grupo como si nada hubiera pasado. Pero las miradas entre ellos hablaban claro.

Una chispa encendida, imposible de apagar.

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