El sol comenzaba a descender, lento, pesado, cubriendo la playa de un resplandor dorado que bañaba cada grano de arena. El calor del día aún se sentía en la piel, pero empezaba a refrescar. Era ese momento exacto en que la tarde se rinde al anochecer. Y ellos estaban solos.
Leo y Andrés habían llegado temprano, se habían bañado, habían comido, y ahora solo quedaba el deseo. Estaban alejados de las zonas turísticas, en una caleta casi secreta donde sabían que no llegaría nadie más. La escapada de fin de semana había sido idea de Leo. “Necesitamos desconectarnos”, le había dicho. Pero lo que realmente querían era desnudarse. De estrés, de ropa… y de ganas contenidas.
¡A divertirnos!
Andrés estaba recostado sobre una toalla grande, con el pecho al descubierto, la piel morena brillando con los últimos rayos del sol. Lo miraba con hambre. Leo se mantenía de pie, frente a él, con el short mojado y pegado al cuerpo. Se notaba la forma de su erección bajo la tela húmeda. Sonrió mientras se lo quitaba con lentitud, dejando que la tensión creciera.
La brisa sopló con más fuerza cuando quedó completamente desnudo. El aire salado le acariciaba el cuerpo, haciéndolo estremecer. Tenía el torso definido, ligeramente marcado, y el vello del abdomen descendía hasta la base de su pene erecto, grueso, apuntando directo hacia Andrés.
—¿Estás seguro de que no hay nadie? —preguntó Andrés, entrecerrando los ojos, provocador.
—Completamente. Y si hay alguien escondido… va a tener un buen show.
Tocando todo de ti
Leo se agachó sobre él, apoyando una mano a cada lado de su cuerpo. Se besaron con hambre. Labios que ya se conocían pero que no se cansaban de encontrarse. Andrés lo acariciaba como si lo descubriera por primera vez: la espalda, el cuello, los muslos, sus nalgas duras. Le tiró del cabello mientras lo mordía, mientras le mordisqueaba el labio inferior.
El miembro de Leo rozaba su vientre. Estaba caliente, duro, palpitante.
—Dios, cómo me pones… —susurró Andrés, apretándolo contra sí.
Leo bajó, besándole el pecho, los pezones, el abdomen. Lo lamió hasta llegar a su sexo. Sin pausa, se lo metió en la boca de golpe, profundo. Andrés arqueó la espalda y soltó un gemido que se perdió en el viento. Era una mamada sucia, húmeda, intensa. Leo lo chupaba con la seguridad de quien sabe lo que está haciendo, con una lengua juguetona y labios que apretaban justo como a Andrés le gustaba.
Andrés jadeaba, mirando el cielo que ya comenzaba a teñirse de violeta. Se incorporó un poco para ver cómo la boca de Leo bajaba y subía, empapando su pene con saliva y deseo. A veces lo sacaba solo para lamerle la punta y luego volvérselo a tragar.
—Así… no pares… —le dijo, apretando los dedos en su cabello.
Leo lo miró desde abajo, con la boca llena. Luego lo soltó con un pop húmedo.
—Quiero que me folles aquí mismo —dijo, girándose y poniéndose en cuatro sobre la toalla, dejando sus nalgas bien al aire, perfectas, abiertas, listas.
Aprovechando el momento
Andrés no necesitó más invitación. Se arrodilló detrás, escupió en su mano, se lubricó rápidoescupió en su mano, se lubricó rápido y frotó un poco entre sus glúteos antes de presionar con la punta. Leo gimió en cuanto lo sintió entrar, con una mezcla de ardor y placer.
—Despacio al principio… —dijo entre jadeos, aunque su cuerpo se empujaba hacia atrás, queriéndolo más adentro.
Andrés empezó con embestidas lentas, profundas. Lo agarró por las caderas y fue marcando ritmo. La vista de ese culo abierto, tragándose su polla con cada movimiento, era demasiado. El sonido de la piel chocando, los jadeos y las olas al fondo se mezclaban en una sinfonía animal.
—Mierda, estás tan apretado —murmuró Andrés, jadeando.
Leo solo gemía. Su cuerpo se movía al ritmo, cada vez más rápido, más salvaje. Se apoyó sobre los codos, arqueando la espalda, ofreciéndose por completo. Andrés le escupió encima, lubricándolo más, y lo empujó hasta el fondo.
—Dámelo todo —pidió Leo, sin vergüenza, sin filtro.
Andrés obedeció. Lo tomó del cuello y lo tiró hacia atrás, follándolo como si el mundo se fuera a acabar en ese momento. Los dos estaban al borde. El sudor mezclado con sal les recorría los cuerpos. La arena se pegaba a la piel, pero no importaba. Nada importaba salvo ese instante.
Andrés se inclinó y comenzó a masturbarlo al mismo tiempo, rápido, fuerte. Leo gemía sin control. Todo el cuerpo le temblaba.
—Me vengo, me vengo… ¡ah, joder! —gritó.
El orgasmo le sacudió entero. Su semen cayó sobre la toalla mientras su cuerpo se contraía, apretando aún más el interior. Ese espasmo fue suficiente para que Andrés también llegara al límite. Dio unas últimas embestidas y acabó dentro de él, profundo, gimiendo en su oído, mordiéndole el cuello.
Quedaron así, jadeando, sudados, con el cuerpo temblando, envueltos por el sonido de las olas y el olor del sexo en el aire.
Leo se giró y lo abrazó, aún con la respiración agitada.
—Eso fue… —empezó a decir.
—Salvaje —completó Andrés, riendo.
Se besaron de nuevo, esta vez lento, con ternura. El sol ya se había ocultado, pero la playa seguía cálida, como su piel, como lo que acababan de compartir.
Pasaron la noche ahí mismo, cubiertos por una manta, con la arena como cama y el mar como testigo.