Solo, duro y mojado: Así me tocaba mientras fantaseaba con ser visto

Santiago cerró la puerta de su apartamento con una sensación que le pesaba en el cuerpo: ansiedad acumulada, deseo no resuelto. Aflojó el nudo de su corbata, caminó hacia la cocina, tomó un vaso de agua helada y se lo bebió de un trago. Su garganta tragaba, pero su mente ya estaba en otro lugar.

Eran casi las 10 de la noche. El edificio en silencio. La ciudad aletargada. Pero en él hervía algo que no podía ignorar.

Caminó hacia su habitación, desabrochando cada botón de la camisa con lentitud, sintiendo el roce de la tela contra su piel. Dejó la camisa caer al suelo, junto con los pantalones. Quedó en ropa interior frente al espejo. Se miró. Acarició su abdomen firme con una mano, bajando lentamente hasta rozar la tela del bóxer, donde su erección ya marcaba con descaro.

No podía más.

Listo para la acción

Encendió la luz cálida del cuarto, bajó un poco las persianas, dejó la habitación en penumbra. El silencio lo excitaba. El saber que nadie lo veía, pero que podría estar siendo observado, lo calentaba más.

Se sentó en el borde de la cama. Pasó la mano por su muslo, hasta llegar al bulto que no dejaba de crecer. Se lo agarró con fuerza, por encima de la tela. Cerró los ojos y apretó los dientes. Estaba duro. Lleno. Cargado.

Bajó lentamente el bóxer, dejando que su pene saliera con libertad, erecto, grueso, vibrante. Lo sostuvo con una mano. La sensación le arrancó un suspiro. Empezó a masturbarse lento, saboreando cada movimiento. El glande brillaba, ya húmedo. Se escurría entre sus dedos.

Pensó en cuerpos. En una boca abierta, una lengua húmeda, una mano ajena recorriéndolo. Pero lo que más le excitaba era su propio ritmo. Ver cómo se tocaba. Cómo se iba desarmando, solo, sin distracciones.

Se recostó en la cama, con una almohada bajo la espalda. Separó más las piernas. Usó la otra mano para acariciar los testículos, jugando con ellos, masajeando. El contraste de temperatura, el roce de su piel, todo era perfecto.

Aumentó la velocidad. Se lo jalaba con firmeza, sintiendo cómo el placer subía por su abdomen. Jadeaba. Sus músculos se tensaban. El cuerpo entero pedía más.

Con la otra mano se acarició el pecho, bajando hacia el abdomen, hasta llegar entre las nalgas. Se metió un dedo entre ellas, rozando el borde del ano. Le encantaba jugar con eso cuando estaba solo. Se humedeció el dedo con su propia saliva, sin dejar de masturbarse, y se lo metió lentamente.

El gemido que soltó fue profundo, ronco. El dedo dentro lo hizo estremecerse. Se lo metía y se lo sacaba mientras con la otra mano no paraba de pajearse. El placer se mezclaba en capas, intenso, desbordado.

A punto del clímax

Su respiración se volvió irregular. La punta del pene ya goteaba sin control. Santiago se mordía el labio, los ojos cerrados, completamente entregado a la fantasía de su propio cuerpo.

Movía la cadera en sincronía, buscando más profundidad, más fricción, más fuego.

—Joder… —susurró, temblando—. Me voy a venir…

Apretó el ritmo. Sus dedos lo penetraban con más fuerza mientras la otra mano se enfocaba en la punta, en esa parte donde el orgasmo nace. Y entonces ocurrió.

Santiago se corrió con violencia, su cuerpo arqueado, temblando. Chorros calientes de semen salieron disparados sobre su pecho, su abdomen, algunos llegando hasta el cuello. No paró de masturbarse durante los espasmos. Quería sacarlo todo. Hasta la última gota.

Quedó jadeando, el pecho subiendo y bajando, las manos aún llenas de su propio fluido. Una sonrisa lenta se dibujó en su rostro.

La habitación olía a sexo. Y a él le encantaba.

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