La casa estaba en silencio. Todos dormían después de una larga cena familiar. Ella se movía despacio por el pasillo, descalza, con una camiseta vieja que apenas cubría su cuerpo desnudo. Sin ropa interior. Solo piel caliente y deseo acumulado.
Había tomado vino. Rió con todos. Jugó a ser la mujer correcta. Pero por dentro, algo ardía. Lo sentía desde el momento en que su suegro le dijo, al oído, con esa voz rasposa y grave:
—Qué bien hueles hoy…
No era la primera vez. Él siempre encontraba el modo de rozarla al pasar, de mirarla sin mirar, de estar demasiado cerca. Y ella lo sentía. Lo deseaba. Un deseo que era un secreto, una vergüenza, pero también una fantasía que no podía reprimir.
Llegó su momento
Esa noche, con su pareja dormido en el cuarto de al lado, ella entró en la habitación de huéspedes. Cerró la puerta con seguro. El corazón le latía fuerte. Lo que estaba por hacer era sucio, privado… y por eso le excitaba tanto.
Abrió su bolso. Sacó su pequeño succionador rosa y un dildo de silicona negro, grueso, realista. Se tendió en la cama con las piernas abiertas. La camiseta subió sola hasta su cintura. Su sexo estaba hinchado, húmedo, latiendo.
No lo pensó. Encendió el succionador y lo apoyó en su clítoris.
El primer contacto fue una descarga eléctrica. Se mordió los labios para no gemir fuerte. Sus dedos buscaron sus pezones, duros, sensibles. Cerró los ojos e imaginó que alguien la miraba. Que la puerta se abría y él estaba ahí. Su suegro. Observándola. Sin juicio. Solo deseo.
—Mírame… —susurró.
El dildo entró sin dificultad. Estaba tan mojada que se lo empujó hasta el fondo de una sola vez. La cama crujió. Su cuerpo vibraba. La combinación del succionador en su clítoris y el dildo dentro de ella era demasiado.
Sus piernas temblaban.
Su vientre se apretaba.
Estaba cerca. Muy cerca.
Entonces lo escuchó.
Inicia una nueva aventura entre mis piernas
Un crujido leve. La puerta.
Abrió los ojos.
El seguro no estaba bien puesto. Una sombra se recortaba en la entrada.
Él. Su suegro.
No dijo nada.
Tampoco ella.
Sus ojos se encontraron. El silencio era espeso. Su pecho subía y bajaba. Tenía el dildo enterrado, el succionador zumbando en su clítoris. Estaba a punto de correrse. Pero no se movió. No se tapó. Solo lo miró.
Y él entró.
Cerró la puerta con suavidad.
Se acercó a la cama.
—¿Es esto para mí? —preguntó con voz baja, rasposa.
Ella no podía hablar. Solo asintió.
Su respiración era un jadeo desesperado.
—No te detengas —ordenó.
Ella obedeció. Volvió a mover el dildo dentro de sí. Más rápido. Más profundo. Su clítoris palpitaba con cada succión. Él se sentó al borde de la cama, la miraba como si fuera una ofrenda prohibida. Su erección era evidente bajo el pantalón de pijama.
—Muéstrame cómo te corres —dijo.
Y ella lo hizo.
El orgasmo le estalló con un grito ahogado. Todo su cuerpo se arqueó. Las piernas se cerraron. El dildo resbaló, empapado. El succionador seguía vibrando mientras su clítoris temblaba de puro placer. Se mordía los labios para no gemir demasiado alto. Se vino larga, mojada, sucia.
Cuando pudo abrir los ojos, él seguía ahí.
Y ya no tenía pantalones.
Su miembro erecto, grueso, pulsante, se alzaba frente a ella. Sin una palabra, él tomó el dildo que ella aún sostenía, lo lamió. Saboreó su jugo. Ella contuvo el aliento.
—Tú no deberías estar aquí… —susurró, temblando.
—Pero tú querías esto. Desde hace mucho.
No lo negó.
Él se metió entre sus piernas. Su boca fue directa a su sexo. No besó con delicadeza. La lamió con hambre. Su lengua se hundía, se movía, chupaba cada gota. Ella gritaba en susurros, las manos aferradas a las sábanas. Era intenso, crudo. Prohibido.
Luego la penetró con dos dedos, mientras su lengua jugaba con su clítoris ya hinchado por el orgasmo anterior. Ella se corrió otra vez, convulsionando. No podía más. Pero él no se detenía.
Cuando se alzó sobre ella, lo vio decidido. No había dudas.
—Si vas a tomarme, hazlo como quieres hacerlo —le dijo ella, mirándolo directo.
Y él lo hizo.
Se la metió de una sola estocada. Profundo. Firme. Su polla la llenó como ningún juguete podía. Ella gritó, tapándose la boca. Las embestidas eran rápidas, rítmicas, animales. La cama golpeaba contra la pared. Su cuerpo sudaba, se retorcía bajo él.
—Te he imaginado tantas veces —susurró él al oído—. Tocándote para mí. Abriéndote así…
Siguiendo con lo prohibido
Ella lo montó entonces. Se sentó sobre su polla, se la enterró hasta el fondo y comenzó a cabalgarlo con furia. Sus pechos rebotaban. Su piel chocaba contra la de él con un ritmo que aumentaba. Él la sujetaba por la cintura, los dientes apretados.
—Me vas a volver loco…
—Hazlo. Móntame. Tómame como a una puta, pero solo tuya…
Él gruñó, se la levantó de la cama y la empotró contra la pared. Las piernas de ella se enroscaron en su cintura. La follaba sin piedad. Ella gemía, mojada, sucia, deseando que alguien los descubriera. Que vieran hasta dónde había llegado el pecado.
El tercer orgasmo la hizo llorar de placer.
Su cuerpo tembló tanto que él tuvo que sostenerla fuerte. No sentía las piernas. Solo el calor. Solo el deseo. Solo esa polla dentro de ella, como un castigo, como una salvación.
Él la bajó a la cama, la puso boca abajo, y sin preguntar, la penetró de nuevo, desde atrás. Su culo temblaba con cada embestida. Ella lloraba de placer. Se mordía la almohada. El sonido de la carne golpeando contra carne llenaba el cuarto.
Entonces él dijo:
—¿Quieres que me corra dentro de ti?
—Sí. Lléname. Hazlo todo.
Y él se vino con un gemido bajo, contenido, tembloroso. La llenó de su semen, profundo, caliente. Ella sintió cada pulsación. Era suya. Ya no había vuelta atrás.
Se quedaron en silencio.
Sudados. Exhaustos. Respirando con dificultad.
Cuando él se levantó, buscó su ropa. Ella seguía desnuda, las piernas abiertas, los muslos mojados. Lo miró con una sonrisa sucia.
—Ahora sí puedes decir que me descubriste —susurró.
Él se acercó. Le dio un beso lento, húmedo, y le dijo al oído:
—Mañana actuaremos como si nada… pero ya sabes a dónde ir si vuelves a necesitarte.
Ella se quedó sola, desnuda, satisfecha.
Y no se arrepintió de nada.