Esta noche mandas tú

Él entró a la habitación como se lo habían ordenado: en silencio, con la mirada baja y vestido únicamente con un bóxer negro ajustado. Sentía el corazón latiendo fuerte, no por miedo, sino por esa dulce mezcla de ansiedad y deseo que solo ella sabía provocarle. Sabía que esa noche no había espacio para dudas, porque el mensaje era claro: “Esta noche mandas tú”.

Ella estaba de pie junto a la cama, vestida con un conjunto de lencería de encaje rojo, medias hasta el muslo y tacones de aguja. El cabello suelto, los labios pintados de vino oscuro, y una mirada que lo perforaba todo. En la mano, sostenía una vara de impacto delgada, negra, con la punta curva. A su lado, sobre la cama, estaban dispuestos varios juguetes: esposas metálicas, un plug anal de silicona, una venda para los ojos, un frasco pequeño de lubricante y unas pinzas para pezones con cadena.

Ella ordena y yo obedezco

—Desnúdate —ordenó, sin levantar la voz.

Él obedeció sin decir palabra, quitándose el bóxer con manos temblorosas. Quedó completamente expuesto ante ella. No solo su cuerpo estaba desnudo: era su entrega lo que lo desarmaba. Su voluntad, sus límites, su obediencia.

Ella caminó lentamente hacia él, los tacones resonando en la madera del suelo. Con la punta de la vara levantó su barbilla.

—Mírame cuando te hable. Hoy no eres más que mi juguete. ¿Entendido?

—Sí, señora —respondió él, la voz tensa.

Ella sonrió satisfecha.

—Ven, arrodíllate al borde de la cama.

Él se colocó en posición. Ella tomó las esposas de metal y, con un chasquido firme, sujetó sus muñecas a los barrotes del cabecero. Luego, con calma, vendó sus ojos. Oscuridad. Desorientación. El corazón le latía como un tambor.

—Quiero que sientas cada cosa sin verla venir.

Hazme lo que quieras

Sus palabras eran un hechizo. La sensación de pérdida de control lo excitaba hasta el punto de doler. La siguiente sensación fue el sonido del lubricante y luego, un dedo recorriendo su entrada trasera, lento, firme. Soltó un gemido contenido. Ella lo trabajó con paciencia, abriendo, preparando, hasta que deslizó el plug dentro con una sola presión.

—Muy bien —dijo ella, con tono satisfecho—. Así me gusta. Entregado. Lleno.

Entonces, un golpe seco en una nalga lo hizo estremecer. La vara de impacto había comenzado su danza. Primero suave, apenas un cosquilleo, luego más fuerte. Uno, dos, tres azotes firmes, alternados con caricias suaves de su mano. Él no sabía cuándo venía cada golpe, y eso lo volvía loco.

Ella se inclinó para susurrarle al oído:

—Te ves tan hermoso así, rojo y temblando por mí…

Colocó las pinzas en sus pezones sin previo aviso. Él soltó un gemido ahogado, una mezcla perfecta de dolor y placer. La cadena entre ambas pinzas colgaba, y ella la jaló levemente, arrancándole otro gemido.

—Dímelo. ¿Te gusta el dolor?

—Sí, señora… me encanta…

—¿A quién perteneces?

—A usted…

Ella le dio otro golpe con la vara, esta vez más fuerte.

—No te escuché.

—¡A usted! Solo a usted…

Él estaba al borde. Su cuerpo tenso, el plug presionando dentro de él, las pinzas tirando, la vara marcando su piel, y la venda impidiendo cualquier anticipación. Ella lo tenía completamente a su merced, y lo sabía.

Una sorpresa deliciosa

Ella se desnudó en silencio, luego se colocó un arnés con un dildo firme y lubricado. Él no lo vio venir. Solo sintió cómo ella se colocaba detrás de él, cómo una mano lo sostenía de la cintura, y la otra retiraba con lentitud el plug.

—Ahora sí… te voy a llenar de verdad —susurró, mientras guiaba la punta a su entrada.

El primer empuje fue lento, calculado. Él gritó, pero no por dolor, sino por el shock del placer. Ella lo penetró con ritmo, dominándolo completamente, sujetándolo de la cadera mientras lo follaba sin piedad. Cada embestida era un acto de poder, una afirmación: «Soy tu dueña.»

Lo acariciaba con una mano mientras lo penetraba con la otra, jalando de la cadena de sus pezones a cada tanto, mientras sus caderas no se detenían.

Él se vino sin tocarse. Con un grito, convulsionando, la espalda arqueada, temblando entero. Ella no se detuvo. Siguió un poco más, lento, para que su cuerpo absorbiera todo lo que acababa de ocurrir.

Finalmente se detuvo, lo acarició con ternura, y retiró el arnés. Soltó las esposas con suavidad, le quitó la venda. Sus ojos estaban brillantes, humedecidos, completamente rendidos. Ella se tumbó a su lado y lo atrajo a su pecho.

—Lo hiciste perfecto —le dijo, besándolo en la frente—. Eres mío. Solo mío.

—Siempre —murmuró él, con la voz rota de placer.

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